hay que enfiestarse

que la vida es una fiesta y hay que bailar hasta cuando la música no está buena

viernes, 6 de agosto de 2010

(cuento/carta de un tipo a otro tipo) parte 2

Me dio demasiada vergüenza y me intimidó tanto que mi extraordinaria audacia y mi picardía veloz me llevaron a esconderme detrás de la cortina con choclos bordados, un come-moco se dice.
De verdad no entendía nada de lo que me pasaba, me confundía bastante esta curiosa manera de actuar que ahora tenía. Creo que pensé en ello cuando me vi espiándolos desde la ventana del piso de arriba, convencido de mi invisibilidad. Me gustaba lo que sentía, sólo eso sabía. 


Julián ya tenía un cigarro en su boca, Laura sigue comiendo. El encendedor de Julián no funciona, casi al mismo tiempo pasa un sujeto y él le pide fuego desde el suelo, el señor le dice que no sin detenerse. Yo bajé las escaleras como un relámpago, por lo general hago muchas cosas sin pensar «¡fuego, fuego, fuego!» repetía, quería convidarles fuego. Hacerme amigo, algo me decía que me iban a caer bien, uno de esos presentimientos absurdos que tengo a veces. Mi vida necesitaba una sacudida, tener dos amigos mochileros podían cambiar las cosas de algún modo «en una de esas hasta me hago el loquito y me voy con ellos, tengo 18 años».
Empecé a revolver la cocina como si no la conociera, buscaba un encendedor, no había, es que en casa nadie fuma. La caja de fósforos tenía esos patitos ridículos dibujados, eso no me haría ver bien, nadie anda con una caja de 222 fósforos en los bolsillos, era muy sospechoso, se iban a dar cuenta que los estuve espiando. Finalmente, por alguna misteriosa razón, que hasta hoy desconozco, resolví aparecer en la vereda para convidarles fuego a mis futuros amigos con un magiclick del tamaño de mi antebrazo. De verdad no sé en qué estaba pensando, de todas maneras había demorado mucho, en la vereda de mi vecina ya no había nadie. Entonces me volví a casa como si no hubiera ocurrido nada, puse a calentar la comida otra vez y me dediqué a jugar a la Play todo el día. El suceso fue omitido y algo no andaba bien con mi Memory Card. Mis series, la compu, la Play, la televisión, mi pornografía…no sabría explicarlo, pero cuando tengo miedo, todo esto me protege de alguna forma.



(...)

domingo, 1 de agosto de 2010


(cuento/carta de un tipo a otro tipo)

Era uno de esos días de invierno en los que no se llega a distinguir el mediodía de la siesta, la tarde o la mañana. Es lo único que me molesta del invierno, hay días con tanta nube gris que empiezan de la misma forma en que terminan; esto sumado a que el invierno encierra y uno se dedica a mirar la vida de los demás a través de la ventana. Claro que no es para generalizar, sólo estaría hablando de la gente, como yo, que no tiene mucho que hacer durante las vacaciones de julio.
Mis padres habían salido de viaje solos, como siempre, para seguir intentando salvar ese matrimonio aburrido y tibio que papá solía condimentar con infidelidades esporádicas y desprolijas que siempre terminaban en escándalos, lagrimas de cocodrilo y reproches de mi madre. Sí, su matrimonio en general es como uno de esos días de invierno, sólo que hasta que la muerte los separe.
La casa para mi sólo. Era todo lo que me importaba. Esa semana solo prometía mucho para mí, por fin había aprendido a borrar el historial de navegación de Internet, así que estaba dispuesto a entrar a cual página pornográfica me sugiera el buscador sin pensar en nada más que en el incomparable y efímero placer de la autocomplacencia. Hasta esos días el único alimento para mis pobres ratones eran esas revistas de ropa interior por catálogo que solía traer la mucama para mi madre o, en momentos de absoluta desesperación, mi propia mucama de cuarenta y siete años, madre de cinco hijos, mientras pasaba la aspiradora. Y me parece que ya fue demasiada información con respecto a ese temita.
Mis padres se fueron el domingo a la mañana, nada me molestaba más que despertarme tan temprano en mis vacaciones, quería disfrutarlas, el año entrante llegaba la universidad y sabía, por mis amigos, que ahí se terminaban las vacaciones para siempre. Mamá me explicó esa lista de siempre en donde se detallaba el paso a paso para sobrevivir sin mami: los números de emergencia, el menú de cada día, cuánto tiempo y a qué temperatura había que dejar la comida congelada en el microondas, los horarios de comida de los peces y del inquieto de Niño Gon, y el día y la hora en que vendrían a buscarme mis tíos y mis primos para ir a visitar al abuelo al cementerio.
El punto es que el hijo de puta de mi viejo se encargó de ponerle a la compu uno de esos filtros para que nadie tenga acceso a paginas para adultos sin antes poner una contraseña de seis dígitos. Y la verdad que me quedé corto con el insulto, viejo pajero, él se va a hoteles cuatro estrellas con mi vieja con ese librito lleno de posiciones extravagantes debajo del brazo y a mí no me deja hacerme ni una paja tranquilo. Ya tenía dieciocho años, ningún nene.
Quiero aclarar que no era el típico adolescente que sólo piensa en sexo. Siempre fui alguien sensible, reflexivo y, quizá, hasta romántico. Y si hablé de todo aquello de la masturbación y la pornografía es porque quiero que quede bien clarito que, hasta antes de ese invierno inolvidable, yo era heterosexual.
(a quien lea: aquí tiene su primera oportunidad de abandonar esta lectura. Y si insiste en seguir,hagamos de cuenta que no dije nada, y si ya la abandonó hace rato, lo mismo)

*     *     *
 
Tuve  muy pocos momentos realmente importantes en mi vida. Sí, por lo general, mi vida transcurre con cierta calma, pero eso no significa que no haya vivido ciertas escenas dignas de ser televisadas. Uno se levanta un día sin saber que ése va a ser el día que nunca va a olvidar, que podría haberse evitado si es que decidía dormir un par de horas más, o si a último momento se me ocurría comer frente a la tele en vez de acomodarme junto a la ventana. Todo habría sido radicalmente diferente si tan sólo mis viejos hubieran preferido salir la semana anterior como quería mamá.
Cuando estudio los días más significativos de mi vida entera no deja de sorprenderme todo esto. Darme cuenta que desde que despierto hasta que llega el inequívoco instante en el que todo cambia, cada cosa que hago, por mas insignificante, no hace otra cosa más que acercarme muy de a poco, pero ineludiblemente, a esa escena de mi vida que va a dividir mi historia en lo que pasó antes y lo que pasó después. Y uno ni lo sospecha, no se imagina que el sólo hecho de sacar el pie de la cama puede cambiarlo todo, para siempre. Lo cual siempre me hizo meditar sobre cierta sospecha de mecanicidad inalterable con respecto al vida, al destino o al universo, no sé si se entiende. Espero que sí.
Mis padres acababan de irse, estaba por ir a dormir de nuevo, pero no estaba tan cansado. Me desparramé en el desayunador a leer esa lista y elegí: «milanesa con puré». El plato daba vueltas lentas en el microondas mientras me dedicaba a ver a la calle por la ventana. Hasta ahí todo igual, la fachada de la casa de la vecina de enfrente seguía siendo la misma, Niño Gon acostado como siempre sobre las flores de mamá aprovechando los fugaces rayos de sol que muy de vez en cuando iluminan el mediodía, los adultos volviendo a casa después del trabajo, etc. La alarme del microondas me distrae de la ventana un segundo y vuelvo a mirar y ahí estaban ellos dos, fue un instante breve en el que el universo entero conspiró para que todos dejen de pasar frente a  mi casa, la calle y las veredas vacías por unos segundos, como congeladas en el tiempo, dejando a Laura y Julián paraditos sobre la calle, muy cerquita del cordón. Se ayudaron mutuamente a quitarse las enormes mochilas, de esas bien monstruosas, con miles de objetos colgando, de las que usan los viajeros. Daba la sensación de que llevaban la casa allí dentro.
Se sentaron sobre sus mochilas y prendieron un cigarro cada uno. Era evidente que no eran de aquí ¿y de dónde vendrán? Estaban demasiado abrigados, no hacía tanto frío, me gustaban ellos. Solos, desalineados, con sus mochilas y el pucho humeante en la boca, forasteros en todos lados, con los ojos esperanzados, mirando todo, esperando que algo pase. Laura es flaca, no muy alta, su pelo oscuro está maltratado y cortado por alguien que seguramente no es peluquero. Sus jeans y campera desabrochada son una fiel muestra de que anduvo, de que anduvo por todos lados, de que no le molesta descansar en el suelo. Tiene unos pecho enormes, no puedo dejar de nombrar ese detalle, cualquier lo habría notado. Y Julián también está flaco, está contándole algo a Laura, es inquieto y utiliza todo su cuerpo cuando habla, tiene la costumbre de revolverse el pelo para despeinarse aun más. Los dos se ríen. Mi vecina del frente sale con una olla de comida y un par de cubiertos, conversa con ellos unos segundos, se ríen, los dos están agradecidos y la señora vuelve a entrar. Mi memoria los recuerda con detalle. Hasta puedo hacer un zoom y veo un primer plano de Julián, él acerca a su cara el inmenso ovillo de fideos con tuco incrustados en el tenedor, se llena la boca y con los ojos cerrados mastica saboreando el festín con un apetito casi lujurioso. Y Laura no se queda atrás, tienen hambre y comen felices. Creo que puedo exigir aun más a mi memoria, me acerco un poco más al rostro de Julián, tiene salsa en la comisura de su boca, el pelo castaño claro le acaricia la frente y los hombros por el viento, eso que brilla junto a sus labios es un piercing, tiene barba de tres días y no sabe comer con la boca cerrada; sus ojos marrones no denotan grandes pensamientos en ese momento, y entonces, esos mismo ojos que, inexplicablemente, no dejé de mirar, me apuntaron y, como si ellos fueran un arma de fuego, me dejaron inmóvil y absorto. Julián me miraba desde el cordón de la vereda del frente, su tenedor estaba suspendido cerca de esa insaciable trituradora de comida, y sentí calor en mi panza, como una ráfaga de vapor que se me escapó en un suspiró acelerado que rápidamente empañó el cristal de la ventana. Yo no entendía absolutamente nada de lo que pasaba, pero al parecer, él sí y de una manera extraña me sonrió descaradamente. Sentí como si se burlara de lo que me provocaba el simple hecho de ser mirado por sus ojos, él sabía con precisión lo que yo sentía y eso le parecía divertido.





(...)